La literatura es un conjunto de
tópicos. Los lugares comunes, los topoi,
son algo así como una serie de temas que se repiten en obras, autores y épocas por los siglos de los siglos. Algunos los han
definido de manera existencialista: los tópicos son la expresión de la angustia
del alma humana, preocupaciones universales del hombre. Y no les falta razón:
los tópicos hablan de los miedos (la muerte, el vacío, el sufrimiento, el paso
del tiempo, el desamor) y esperanzas (la belleza, la perfección, la verdad, el
amor). Y así tenemos una lista interminable de palabrejas en latín que
nosotros, los profesores, usamos para asustar a los alumnos y que la mayoría de
los escritores ni siquiera conocen. Pero el buen lector sabe que los
lugares comunes ya fueron configurados en los orígenes de nuestra literatura, en los clásicos griegos y latinos (que a su vez, no son más que la plasmación por escrito de las preocupaciones
eternas que cantaban los pueblos alrededor del fuego). Por eso, la palabra “original” es
un imposible y el mundo, la literatura, no es más que dar vueltas y vueltas
sobre las mismas preocupaciones, miedos y esperanzas.
En la vida también existen los
lugares comunes: situaciones, palabras, gestos o personas que, con distinto
nombre o diferente formulación, parecen repetirse una y otra vez a lo largo de
la vida. Algo así dijo Nietzsche con eso del “Eterno retorno”, aunque ya los
griegos, como siempre, lo formularon a
la perfección cuando nos contaron que a Prometeo un águila le devoraba el
hígado cada día o a Sísifo se le caía la piedra eternamente. Los lugares comunes,
para los griegos, son un castigo, una
idea de la que nunca, por más que lo intentemos, podremos escapar porque estaremos
condenados a volver a ella continuamente. Y esto, estaréis conmigo, es una
putada.
El budismo, o alguna religión por el estilo,+ sin embargo,
relaciona el eterno retorno con un aprendizaje: el ser humano repetirá los
lugares comunes, sus topoi propios, una y otra vez, hasta que haya aprendido de
ellos y vaya elevándose para alcanzar la perfección. Pero de esto me fío menos
que de los griegos, pues ya sabemos que las religiones aparecen, entre otras
cosas, para consuelo del hombre.
Vale, ahora me diréis que eso de
la reencarnación no existe. De acuerdo. Pero pensad en vuestra propia y única
vida y me daréis la razón cuando afirme que se os está cayendo la misma piedra
continuamente. La piedra cambia de nombre y la montaña ni siquiera es la misma;
a veces, incluso, la piedra es sólo un guijarro que, cuando se te cae, apenas
te golpea; otras, en cambio, es una auténtica roca con la que no puede ni un
vasco. El caso es que, cada cierto tiempo, os encontráis con el tópico de
vuestras vidas y entonces os preguntáis qué os está queriendo enseñar
esta vuestra actual reencarnación o qué narices habéis hecho para que el
mismísimo Zeus os castigue de esa forma. Da igual, cuando creáis que ya habéis
aprendido, daréis la vuelta a la esquina y vuestro lugar común aparecerá.
Aunque lo mismo es que, de manera
inconsciente, lo vais buscando para repetirlo (pensad que eso mismo hacía el
gran Quevedo con su maestro Séneca y mirad hasta dónde ha llegado en el canon
literario). Lo que pasa es que, el fondo, le habéis cogido cariño a la piedra y
os mola eso de que el águila devore vuestro hígado porque os hace cosquillas.
Así que, la próxima vez que os encontréis
con vuestro tópico, no os enfadéis, hacedme caso: os acercáis, le sonreís y le
dais una palmadita en la espalda, como a los viejos amigos.
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