martes, 12 de junio de 2012

Lugares comunes




La literatura es un conjunto de tópicos. Los lugares comunes, los topoi, son algo así como una serie de temas que se repiten en obras, autores y épocas  por los siglos de los siglos. Algunos los han definido de manera existencialista: los tópicos son la expresión de la angustia del alma humana, preocupaciones universales del hombre. Y no les falta razón: los tópicos hablan de los miedos (la muerte, el vacío, el sufrimiento, el paso del tiempo, el desamor) y esperanzas (la belleza, la perfección, la verdad, el amor). Y así tenemos una lista interminable de palabrejas en latín que nosotros, los profesores, usamos para asustar a los alumnos y que la mayoría de los escritores ni siquiera conocen. Pero el buen lector sabe que los lugares comunes ya fueron configurados en los orígenes de nuestra literatura, en los clásicos griegos y latinos (que a su vez, no son más que la plasmación por escrito de las preocupaciones eternas que cantaban los pueblos alrededor del fuego). Por eso, la palabra “original” es un imposible y el mundo, la literatura, no es más que dar vueltas y vueltas sobre las mismas preocupaciones, miedos y esperanzas.

En la vida también existen los lugares comunes: situaciones, palabras, gestos o personas que, con distinto nombre o diferente formulación, parecen repetirse una y otra vez a lo largo de la vida. Algo así dijo Nietzsche con eso del “Eterno retorno”, aunque ya los griegos, como siempre,  lo formularon a la perfección cuando nos contaron que a Prometeo un águila le devoraba el hígado cada día o a Sísifo se le caía la piedra eternamente. Los lugares comunes, para los griegos,  son un castigo, una idea de la que nunca, por más que lo intentemos, podremos escapar porque estaremos condenados a volver a ella continuamente. Y esto, estaréis conmigo, es una putada.

El budismo, o alguna religión por el estilo,+ sin embargo, relaciona el eterno retorno con un aprendizaje: el ser humano repetirá los lugares comunes, sus topoi propios, una y otra vez, hasta que haya aprendido de ellos y vaya elevándose para alcanzar la perfección. Pero de esto me fío menos que de los griegos, pues ya sabemos que las religiones aparecen, entre otras cosas, para consuelo del hombre.

Vale, ahora me diréis que eso de la reencarnación no existe. De acuerdo. Pero pensad en vuestra propia y única vida y me daréis la razón cuando afirme que se os está cayendo la misma piedra continuamente. La piedra cambia de nombre y la montaña ni siquiera es la misma; a veces, incluso, la piedra es sólo un guijarro que, cuando se te cae, apenas te golpea; otras, en cambio, es una auténtica roca con la que no puede ni un vasco. El caso es que, cada cierto tiempo, os encontráis con el tópico de vuestras vidas y entonces os preguntáis qué os está queriendo enseñar esta vuestra actual reencarnación o qué narices habéis hecho para que el mismísimo Zeus os castigue de esa forma. Da igual, cuando creáis que ya habéis aprendido, daréis la vuelta a la esquina y vuestro lugar común aparecerá.

Aunque lo mismo es que, de manera inconsciente, lo vais buscando para repetirlo (pensad que eso mismo hacía el gran Quevedo con su maestro Séneca y mirad hasta dónde ha llegado en el canon literario). Lo que pasa es que, el fondo, le habéis cogido cariño a la piedra y os mola eso de que el águila devore vuestro hígado porque os hace cosquillas.

Así que, la próxima vez que os encontréis con vuestro tópico, no os enfadéis, hacedme caso: os acercáis, le sonreís y le dais una palmadita en la espalda, como a los viejos amigos.

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