jueves, 29 de marzo de 2012

Retablos Joviales

Decidíos, pues, a dejar de servir, y seréis hombres libres.
No pretendo que os enfrentéis a él, o que lo tambaleéis,
sino, simplemente, que dejéis de sostenerlo."
(E. de la Boètie, Discurso de la servidumbre voluntaria)


"A Winston le sorprendía que lo más característico
de la vida moderna no fuera su crueldad ni su inseguridad,
sino sencillamente su vaciedad, su absoluta falta de contenido"
(George Orwell, 1984)


El líder avanzó arrastrando pesadamente su enorme barriga de máximo y único mandatario del reino. En su rostro sólo se veía el aburrimiento por tener que repetir, como desde tiempos inmemoriales venía haciendo, el eterno discurso ante los súbditos. Únicamente había un detalle que le seguía agradando y que justificaba el perder un par de horas su valiosos tiempo: contemplar el rostro entre sorprendente y agradecido de aquellos siervos que, aun cuando el discurso fuera el mismo desde hacía siglos, todavía seguían creyendo en Él. Pero esto ellos no lo sabían y eso era lo que más le divertía: Él les seguía dominando cual Sauron de poca monta y los siervos acataban sus órdenes sin darse cuenta de que no eran otra cosa nada más que eso, órdenes. Y así, mientras ellos se creían libres y Él gastaba sus horas en jugar al monopoly con sus vidas, pasaba el tiempo entre lento y aburrido en el reino.

Como íbamos diciendo, el líder arrastró su pesada barriga hasta llegar, por fin, al trono. Primero pensó en recibirles a todos juntos para ver cómo se peleaban entre ellos pero luego imaginó que esto le podría ocasionar algún contratiempo (básicamente, tardar más horas de las necesarias) y decidió simular el teatro por separado. Y en estas estábamos cuando entró el primer grupo de siervos. Esta mitad de sus criados eran aquellos que creían sentirse más cerca suyo (creían, porque en realidad, la sensación de cercanía era sólo una falsa concesión suya). Iban, como siempre, vestidos con el típico uniforme: traje de chaqueta y pelo engominado. Todavía no sabía por qué ni de qué manera, les había hecho creer que de esa guisa era como Él se vestía y ellos, dominados por ese fervor absoluto que sentían hacia el líder, repetían el vestuario uniformado como si la vida les fuera en ello. Cuando se marchaban, él se descojonaba hasta los límites del absurdo, se despojaba de la incómoda gomina y de la odiosa corbata y se enfundaba en su chándal de táctel como un yonki venido de los años 80 en un Delorian.

Entraron y él fue directo al grano: Os concedo el poder de sentiros los amos por un día. Durante las 24 horas que dure el día D, podréis imitar mi extenso poder sobre aquellos a quienes os he concedido como esclavos. Y para que vuestra acción sea beneficiosa, deberéis repetirles, como un mantra, mis palabras: TRABAJAR POR Y PARA EL REINO BAJO PENA DE MUERTE PARA EL QUE NO LO CUMPLA. Y, por supuesto, debéis saber que ellos son vuestros enemigos, no dudéis en dejarles claro quiénes sois los que mandan aquí.

Y con estas palabras les despidió mientras contemplaba su rostro de ingenuos colmados de felicidad. Seguían sin saber que ellos no eran los amos de nadie, que Él y sólo Él, les concedía ese sentimiento de clase privilegiada, pero era necesario que se sintieran así, como los guardianes de los tiempos perdidos. Era necesario, porque sin ellos, no habría espectáculo y todo se derrumbaría. Vaya unos paletos, pensó.

Entonces llegó el turno del segundo grupo. Estos eran los que más le divertían. Los primeros siempre le habían parecido unos muermos, ahí, intentando imitarle en todo, creyéndose amos del poder, etc., etc. Al final, se cansaba de oír cómo creían hacerle la pelota. Pero estos, ay, estos...estos no eran aburridos, aparecían siempre con una mirada llena de sorpresa, cuantas más concesiones les otorgaba, o les hacía creer que les otorgaba, más se divertía viendo cómo sus miradas se llenaban de falsas ilusiones. Los ilusos no se daban cuenta de que, aceptando sus donaciones, se hacían aún más esclavos, hipotecaban todavía más sus vidas a la del líder. Y esto a él, le divertía enormemente.

El caso es que entraron y Él, uniformado para la ocasión (casual wear de mercadillo, barba y un libro con portada roja bajo el brazo) les recibió con una gran sonrisa. Carraspeó un poco y emitió con su voz atronadora: Os concedo sentiros revolucionarios por un día. Para ello, tenéis 24 horas para luchar contra aquellos que os oprimen. Pero recordad: se lucha sólo con pancartas y frases. De vez en cuando, quemad algún contenedor si os sentís con fuerzas. Y no lo olvidéis: pasadas las 24 horas, volveréis a vuestros puestos.

Y con esta orden les despidió. Qué fantástico ver en sus rostros la idea de sentirse libres y dueños de sí mismos. Y de nuevo, pensó en la ingenuidad: si los de antes se creían los amos, estos seguían creyendo que tenían armas para la lucha; ni siquiera se habían dado cuenta de que estas armas eran concedidas por él y como tal, estaba todo controlado. No se podría desbocar mucho el asunto.

Cansado y hambriento, se quitó su uniforme revolucionario, guardó la corbata que todavía estaba por ahí de la anterior visita y se vistió con el chándal. Cogió el sillón más cómodo que encontró, los prismáticos, un sandwiche de york-queso y se colocó cómodamente frente a la ventana dispuesto a contemplar el hermoso espectáculo.

Al día siguiente, volvería a jugar al monopoly. Pero eso sería al día siguiente. Hoy tocaba teatro.

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