Me gusta sentarme por las tardes en el viejo sofá de terciopelo del salón y leer tranquilamente. Es mi momento del día, aquel dedicado exclusivamente a mí, alejada de todo cuanto rodea mi mundo cotidiano. Lo bueno que tienen las tardes es que la vieja casa se encuentra vacía y el sol ilumina la estancia para evitar tener que encender la luz. Odio la luz artificial, me recuerda a algún lejano invierno de mi infancia, cuando veía a mi madre coser o leer alguna revista bajo la lámpara del salón. La imagen de mi madre siempre va acompañada de la tristeza que irradiaba, tal vez por la fatiga de los años o las desilusiones que siempre acechan a aquellas personas que durante mucho tiempo han vivido presas de la fantasía. Así era mi madre y así temo algunas veces ser yo y por eso odio la luz artificial, como si evitando recrear esa escena consiguiera, inútilmente, alejarme de lo que no quiero ser.
Aprovecho, entonces, el sol de media tarde para leer y, a veces, también para escribir. En las dos acciones, me muevo por impulsos: paseo la vista por las baldas de la estantería y miro los títulos cubiertos por el polvo de los años y elijo el libro que atrae mi atención instantáneamente. Algunas veces, se trata de algún título que siento que debo leer, como necesidad intelectual, aunque reconozco que, en la mayoría de esas ocasiones, no acabo por terminarlo. Siempre me ha resultado difícil leer por deber y envidio profundamente a esas personas que son capaces de decir: “Yo he leído a Petrarca y he disfrutado”. Yo nunca disfruté leyendo a Petrarca, si acaso algún asomo de curiosidad que no duró más que un rato, me mantuvo inmóvil frente a alguno de sus versos. Sin embargo, siempre me he sentido atraída por esos poetas desconocidos que también cantan, como siempre hacen los poetas, a un amor imposible , aun reconociendo la falsedad de sus versos. Porque la poesía siempre es mentira. Quizás por eso, es lo que más me gusta leer.
También, a veces, escribo. Lo hago desde niña. Al lado de la imponente biblioteca hay un viejo escritorio de madera, igualmente cubierto de polvo como los libros. No me gusta limpiarlo, pero no se vayan a creer que es por pereza o porque no me importe el aseo, es más bien como una forma de no eliminar la pureza de un viejo mueble por el que tantas manos, buscando como yo lo hago ahora, un trozo de papel y un bolígrafo, han pasado. A veces me sorprende un cajón abierto o un viejo bote de tinta antiguo de mi abuelo, fuera de su sitio, pero lo dejo como está, nunca me gusta interferir en todo lo que esta casa representa.
Al igual que con la lectura, con la escritura también me muevo por impulsos. A veces recuerdo una mirada o una palabra, un gesto, e imagino una historia. Siempre mentira, pero a la vez me hace sentir como si la única verdad se encerrara en estas letras, como un ejercicio de exorcismo literario.
Cuando consigo tener una tarde libre, me siento, pues, en mi sofá y me dedico a leer o a escribir. A veces también a contemplar en silencio la ventana. No consigo ver lo que hay detrás porque está demasiado alta, el cristal demasiado sucio y el sofá demasiado pegado al suelo –la pata rota desde hace varios años que nunca tengo tiempo de arreglar- pero siempre me quedo ensimismada mirando algo del cielo azul que se refleja, como una promesa de libertad de la que siempre podré echar mano con sólo atravesar el cristal. Haga lo que haga, esas tardes consiguen que me aísle de todo cuanto me rodea: dejo de percibir los sonidos del exterior, los golpes en la pared, el libro que cae de su sitio o los susurros que a veces parecen emitir los muebles del viejo caserón.
Nada me importa aquí, en la antigua casa familiar, heredada de varias generaciones hasta llegar a la mía. A veces pienso que lo que más me gusta de este sitio por las tardes no es el silencio o la luz del sol: es la necesidad de sentir esa energía que todas las personas que han pasado por ella parecen haber dejado en la casa. Me hacen pensar que no estoy sola: que nada de lo que pudo haber ocurrido en mi vida, ni la infancia solitaria, ni el dolor de la separación, ni el de la pérdida prematura, importan: pertenezco a algo superior que viene de muchos años atrás.
También me consuela pensar que algún día, mis hijos se sentarán aquí como yo lo hago ahora y sentirán que pertenecen a todos los que hemos dejado nuestra huella en la vieja casa. Es como una manera de sobrevivirme, de sentirme eterna, como la biblioteca de este salón o como el viejo escritorio con el bote de tinta de mi abuelo.
Es por eso que no importan los susurros, ni los sonidos que no sé de dónde vienen, ni siquiera los golpes en la pared que no da a ningún sitio. Aquí sólo estamos yo, mi cuaderno y mi libro de algún burdo imitador de Petrarca. En este salón, por única vez durante el día, sólo importamos mi soledad y yo.
Aprovecho, entonces, el sol de media tarde para leer y, a veces, también para escribir. En las dos acciones, me muevo por impulsos: paseo la vista por las baldas de la estantería y miro los títulos cubiertos por el polvo de los años y elijo el libro que atrae mi atención instantáneamente. Algunas veces, se trata de algún título que siento que debo leer, como necesidad intelectual, aunque reconozco que, en la mayoría de esas ocasiones, no acabo por terminarlo. Siempre me ha resultado difícil leer por deber y envidio profundamente a esas personas que son capaces de decir: “Yo he leído a Petrarca y he disfrutado”. Yo nunca disfruté leyendo a Petrarca, si acaso algún asomo de curiosidad que no duró más que un rato, me mantuvo inmóvil frente a alguno de sus versos. Sin embargo, siempre me he sentido atraída por esos poetas desconocidos que también cantan, como siempre hacen los poetas, a un amor imposible , aun reconociendo la falsedad de sus versos. Porque la poesía siempre es mentira. Quizás por eso, es lo que más me gusta leer.
También, a veces, escribo. Lo hago desde niña. Al lado de la imponente biblioteca hay un viejo escritorio de madera, igualmente cubierto de polvo como los libros. No me gusta limpiarlo, pero no se vayan a creer que es por pereza o porque no me importe el aseo, es más bien como una forma de no eliminar la pureza de un viejo mueble por el que tantas manos, buscando como yo lo hago ahora, un trozo de papel y un bolígrafo, han pasado. A veces me sorprende un cajón abierto o un viejo bote de tinta antiguo de mi abuelo, fuera de su sitio, pero lo dejo como está, nunca me gusta interferir en todo lo que esta casa representa.
Al igual que con la lectura, con la escritura también me muevo por impulsos. A veces recuerdo una mirada o una palabra, un gesto, e imagino una historia. Siempre mentira, pero a la vez me hace sentir como si la única verdad se encerrara en estas letras, como un ejercicio de exorcismo literario.
Cuando consigo tener una tarde libre, me siento, pues, en mi sofá y me dedico a leer o a escribir. A veces también a contemplar en silencio la ventana. No consigo ver lo que hay detrás porque está demasiado alta, el cristal demasiado sucio y el sofá demasiado pegado al suelo –la pata rota desde hace varios años que nunca tengo tiempo de arreglar- pero siempre me quedo ensimismada mirando algo del cielo azul que se refleja, como una promesa de libertad de la que siempre podré echar mano con sólo atravesar el cristal. Haga lo que haga, esas tardes consiguen que me aísle de todo cuanto me rodea: dejo de percibir los sonidos del exterior, los golpes en la pared, el libro que cae de su sitio o los susurros que a veces parecen emitir los muebles del viejo caserón.
Nada me importa aquí, en la antigua casa familiar, heredada de varias generaciones hasta llegar a la mía. A veces pienso que lo que más me gusta de este sitio por las tardes no es el silencio o la luz del sol: es la necesidad de sentir esa energía que todas las personas que han pasado por ella parecen haber dejado en la casa. Me hacen pensar que no estoy sola: que nada de lo que pudo haber ocurrido en mi vida, ni la infancia solitaria, ni el dolor de la separación, ni el de la pérdida prematura, importan: pertenezco a algo superior que viene de muchos años atrás.
También me consuela pensar que algún día, mis hijos se sentarán aquí como yo lo hago ahora y sentirán que pertenecen a todos los que hemos dejado nuestra huella en la vieja casa. Es como una manera de sobrevivirme, de sentirme eterna, como la biblioteca de este salón o como el viejo escritorio con el bote de tinta de mi abuelo.
Es por eso que no importan los susurros, ni los sonidos que no sé de dónde vienen, ni siquiera los golpes en la pared que no da a ningún sitio. Aquí sólo estamos yo, mi cuaderno y mi libro de algún burdo imitador de Petrarca. En este salón, por única vez durante el día, sólo importamos mi soledad y yo.
2 comentarios:
Qué sensación de paz y tranquilidad, qué bonito post, Caperucitaazul... Se siente ese bienestar, el gozo de hacer lo que a uno realmente le gusta, sin tener que dar cuentas a nadie, a solas con los recuerdos y los pensamientos. Eso es la felicidad, sin duda.
¿Mi momento del día? Ahora, ya en vacaciones, los minutos en la cama por la mañana, sin prisas, sin el sobresalto del despertador, la lectura tranquila del periódico tras el desayuno, y, sobre todo, las horas vespertinas leyendo en el césped, metiéndome de lleno en una historia, disfrutándola de veras, y no sólo un cuarto de hora, como durante el curso, cuando el tiempo siempre apremia. Cualquier momento puede ser bueno, sólo hay que saber encontrarlo y disfrutarlo.
Un beso.
Gracias Yolanda por tu comentario. Yo también disfruto de esos momentos que describes, ¡para eso están las vacaciones!
En cuanto al post, realmente es un relato, nada real.
Un saludo y feliz verano!
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