Nota: este es un post de autobombo y egocentrismo personal,
que no todo va a ser política, oye.
Todo ha empezado cuando esta mañana ha sonado el
despertador. A las seis y media, esa hora en la que todavía no se sabe muy bien qué
hace uno andando a trompicones por el cuarto cuando debería estar debajo de la
sábana olvidándose del mundo y sus afanes.
A lo que iba, que a las seis y media, yo ya sabía que la
cosa pintaba mal. El primer error ha sido prepararme el café antes de despegar
los párpados porque cuando me he venido a dar cuenta, me estaba calentando un
vaso de gazpacho del Mercadona en el microondas –sí, resulta que brick del
gazpacho del Mercadona es terriblemente parecido al brick de la leche President
que alumbra mis mañanas.- O eso, o hay un complot entre los fabricantes de
leche y gazpacho para dominar el mundo. Y a partir de ahí, todo ha sido un
rodar cuesta abajo sin freno.
El coche se ha calado dos veces, he tenido que dar la vuelta
cuando ya llevaba medio camino hecho porque me había olvidado de recoger al
inquilino de mi coche de los viernes, he presenciado un accidente del que no
quiero saber las consecuencias, después casi atropello a un gato porque,
mientras el inquilino me contaba no sé qué a lo que no prestaba atención, yo
iba pensando en algo así como la eternidad, total, que cuando me he dado cuenta, el bicho ya estaba justo delante y me miraba con sus ojos de “No serás capaz,
¿verdad?”…
El caso es que, mientras me pasaba buena parte de mi primera
hora de trabajo más sola que la una en la sala, no sé si ha sido por el gato,
el gazpacho o que a las seis y media no es sano levantarse, me ha dado por
pensar en todas las cosas que me hacen llorar y casi lloro: por ejemplo, ver
en el telediario que los de no sé qué banco ofrecieron a clientes analfabetos
inversiones de alto riesgo y han perdido todos sus ahorros o salir a tirar la basura y
ver a mi vecino anciano sentado en el banco. Solo.
Me hacen llorar más cosas, como
hace un mes, cuando cumplí 30 y repasé mi década anterior y me gustó lo que vi
(bueno, ahí lloré de felicidad).
Algunos recuerdos también me despiertan la lagrimilla: aquel accidente con el coche en
el que me puse a gritar porque yo sólo quería llegar lo antes posible a mi casa
y ver que a mi padre no le había pasado nada y todo había sido un susto; o cuando me quedé sola a media noche en la estación de tren
–donde ya no quedaban trenes- de una
ciudad que todavía no sé ni cómo se pronuncia y pasé toda la noche
imaginándome protagonista de un libro de Dickens. O aquella otra vez, hace siglos, en la que dejé de ser Lolita y me hice mayor – por aquel
entonces yo ni siquiera sabía que existía un libro que se llamaba Lolita - y le dije a Humbert que me
sentía como un pez que boqueaba de asfixia y que el aire sólo podía entrar por
mis pulmones si se iba y me dejaba nadar sola. Creo que todavía oigo cómo le partía el corazón.
Así que, mientras por mi mente sucedían todas estas escenas,
la señal ha sonado y de repente estaba en clase contándoles a treinta pares de
ojos no sé qué del pesimismo de Quevedo y el cotidie muriemur, que mira que eran cenizos los del diecisiete y
bla, bla, bla.
Luego todo ha sido un llegar a casa y encender el portátil para rematar la faena: que si mañana nos van a intervenir, que si el presi
va a salir a anunciar que llegan los hombres de negro, que si internet no mola siempre... y todo mientras yo tengo el
despacho hecho un desastre y va siendo hora de que limpie la cocina y me
convierta en una ama de casa de bien.
Por lo que he tenido que reconocer que uno, a veces, no está a
la altura de las circunstancias y la cabeza va por un sitio y el cuerpo por
otro y no hay dios que lo controle. Así que, de vez en cuando, hay cosas que le
hacen querer meter la cabeza debajo del ala y ponerse a leer a Séneca y hacerse
estoico. Pero todo pasa por algo y menos mal que pasa porque no se puede estar
en misa y repicando, que está muy feo. En el fondo, me quiero alegrar de que a la gente
le vaya bien y entonces me sale una sonrisa.
Y he decidido olvidar que, aunque no lo quisiera reconocer, me
estaba entrando una rabieta de padre y muy señor mío y para que se me pasara,
me he puesto a pensar que en poco tiempo estaré perdida por la Toscana, que en
diciembre me largo a Argentina y a lo mejor, un poco antes, me voy a EEUU a ver a aquellos compis de piso
con los que algunas veces nos íbamos a beber absenta al Nueva Visión. Vaya meses esos, algún día tendré que escribir sobre ellos.
Y sea como fuere, este finde desapareceré en la playa en compañía de gente muy
maja; de lectura me llevo a Séneca, que mola y queda muy culto que lo escriba
por aquí y el lunes llegaré radiante para comenzar la última semana de este curso tan extraño.
Y no sé por qué me estaba acordando de todo esto y tenía que
anotarlo. Será por el gato, por el gazpacho, por el madrugón o porque aún no he
abierto a Séneca y no me he puesto a hacer de Lucilio sino de niña pequeña a la
que todavía no se le ha pasado la rabieta.